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Hoy 24 de junio es el día de San Juan Bautista, la verdad es que desde niña no sabía quién era este personaje histórico y bíblico de gran trascendencia, considerado por muchos como el precursor de El Mesías. Para mí, Juan Bautista era el sacerdote muy ancianito con acento español que estaba en el primer confesionario a mano derecha, el más cercano al altar, de la Iglesia de los Carmelitas en Viña del Mar. Desde muy pequeña recuerdo que mi mamá asistía a confesarse con él y cuando ella me invitó a hacerlo, el padre se sorprendió porque era muy pequeña, debo haber tenido unos 4 o 5 años, y me dijo que los niños nunca cometían pecado pero siempre me mandaba a rezar de “penitencia” un Padre Nuestro y tres Ave María.

Recuerdo que cada 24 de junio íbamos con mi mamá a visitar al Padre Juan porque era su día, yo pensaba que era su cumpleaños pero no era así sino por el nombre que había tomado cuando se dedicó al sacerdocio y eso celebraba. Ella le preparaba amorosamente un brazo de reina de regalo, él siempre se alegraba mucho de recibirnos y vernos, era muy austero, sus zapatos gastados me hablaban de eso, así como sus gestos me contaban de su buen corazón. A medida que fui creciendo empezaba a preguntarle más al padre acerca de muchos asuntos que me preocupaban en esa época con la finalidad de saciar mi inocente curiosidad, no solo en materias religiosas sino también de la vida en general En esas conversaciones que tuvimos fue que escuché por primera vez de la guerra civil española, el padre Juan era del norte de España y me narraba como él vivió este conflicto con sus 8 hermanos, la decisión de sus padres de enviarlo a un convento como fraile  que le garantizaría la alimentación y la vida, no sólo a él sino también a algunos de sus hermanos y hermanas, tenía al menos dos hermanas religiosas de claustro y un hermano sacerdote. Fue la primera vez que lo vi triste, derramar unas lágrimas, nunca más vio a sus padres después de ingresar al monasterio y, luego de su llegada a Chile, tampoco se reencontró con sus hermanos. En ese entonces iba a viajar a sus terruños de infancia y juventud pero por un problema de salud, su cadera no lo acompañaba, tuvo que suspender el viaje, en ese entonces estaba con la añoranza de volver a su tierra natal y abrazar a los suyos, un sueño que no cumplió ya que lo recuerdo siempre en el mismo confesionario hasta un tiempo antes de su muerte.

Un día, fuimos con mi mamá a verlo, en esa visita yo estaba con un collar de una galleta tritón colgado al cuello, probablemente de alguna promoción de la época. Después de reunirse con nosotros en la salita donde recibían a las visitas me llamó y me dijo que no era posible que anduviera con una galleta tritón, con un hilo de plástico rojo colgando cerca del corazón, yo me reí y conversamos acerca de la importancia de llevar a quiénes uno quiere en el corazón, claro a mí me encantaban las galletas, hasta el día de hoy, pero para él era imperdonable andar colgando una en el cuello y me preguntó si no tenía una imagen más importante que llevar ahí, le respondí que tenía mi medalla de bautizo que era de oro y que mi mamá no me dejaba ponerme porque la podía perder así como un corazón del mismo material que me había regalado mi abuelo antes de morir, el asintió y me preguntó si estaría despuesta a deshacerme de la galleta-medalla, le dije que no. A la semana siguiente, cuando me fui a confesar, yo seguía luciendo orgullosamente mi galleta tritón, él me dijo que después de misa fuera a la sacristía a verlo con mi mamá. Le conté a mi mamá y fuimos, la sacristía era increíble, una “tremenda sala” a la cual nunca había entrado, al lado del altar mayor con hartas cosas que me parecieron delicadas, antiguas y me deslumbraron. Llegamos cuando el terminaba de sacarse la sotana y nos sentamos a conversar, me dijo que íbamos a hacer un trato, que él me iba a cambiar mi galleta tritón por una imagen que si valía la pena que estuviera cercana al corazón, me preguntó si estaba de acuerdo, yo no muy convencida pero confiando en él le dije que bueno, le entregue mi collar de galleta tritón y me dio una cajita, al abrirla descubrí una medalla en plata de la Virgen niña que fuimos a bendecir frente a la imagen de la Virgen del Carmen, al lado izquierdo del altar, y donde los parabienes y peticiones formulados en  aquél momento, con un inmenso amor, me acompañan hasta hoy.

Tengo un sin número de recuerdos del Padre Juan Bautista, como nos contaba que con cada terremoto se caía y reconstruía el alto campanario de la iglesia y que eso para él era pura pretensión, puro ego de grandeza. Muchos años después, la última vez que se cayó el campanario y este fue reconstruido parece que al fin sus comentarios fueron escuchados ya que se hizo uno muchísimo más bajo, con materiales acordes a la situación sísmica del país. Sus palabras, su sabiduría del corazón, resuenan en mí.  Hoy en el día que celebraba su consagración al sacerdocio, por eso su nombre, agradezco su paso por esta dimensión, por su vida, por su cercanía y por ser como Juan Bautista un mensajero del Padre.

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